El crédito agrícola reportado por la banca al cierre de septiembre se ubicó en 74,4 millones de dólares. De acuerdo con los gremios del sector agropecuario, la cartera debería ser de, al menos, 375 millones; es decir, tendría que multiplicarse por cinco para tener alguna incidencia en el desarrollo de las actividades productivas, incluyendo las de mantenimiento de equipos y maquinarias.

Las inversiones necesarias para elevar la competitividad del sector a una escala equiparable al promedio de América Latina deberían superar los 1.800 millones de dólares en un plazo corto.

La ausencia de financiamiento bancario está haciendo que los productores que están trabajando con esfuerzo propio, haciendo acopio de recursos escasos en medio de un elevado riesgo, que aumenta por las condiciones precarias de suministros clave, como los combustibles, tengan que complementar sus necesidades de capital con fórmulas altamente costosas.

No solo los productores agropecuarios, sino empresarios de otros sectores deben acudir a agiotistas, mecanismos heterodoxos de crédito con proveedores, formas de trueque, como tipos de acuerdo que pueden permitir sufragar algunos gastos en negocios cuya rentabilidad es escasa.

El problema del combustible es muy claro. En promedio, los productores agropecuarios pagan un excedente en dólares de entre 75 % y 80 % en promedio por cada litro de gasoil que consiguen en el mercado negro. ¿Cómo se recupera eficientemente ese costo con precios que deben atender a una sensibilidad muy alta de los consumidores?

En ese contexto se ha abierto un debate sobre si seguir permitiendo importaciones libres de aranceles para la agroindustria o si se gravan las compras externas para proteger la producción nacional.

Sin duda, proteger una producción deficitaria y desarrollada en condiciones que inducen una muy baja eficiencia plantea el problema de si esta protección lesiona aún más la capacidad de los consumidores para acceder a los bienes, incluso los más básicos, como los alimentos.

Obviamente, el dilema no se resuelve a través de establecer de manera maniquea quién debe ser protegido: el productor o el consumidor, porque ambos forman parte de una cadena de valor que debe funcionar adecuadamente, tanto para que el productor pueda suplir las necesidades del consumidor en condiciones de rentabilidad adecuadas, como para que el comprador o cliente final tenga un acceso adecuado y suficiente, en términos de calidad, diversidad y precio, a los bienes que requiere.

La solución obvia es reabrir el crédito bancario y diversificar las fuentes de financiamiento para el sector privado de la economía, a través de decisiones concretas que ya están sobre la mesa, como reducir el encaje bancario progresivamente llegando a alcanzar niveles de 30% -es tal el déficit de cumplimiento acumulado por la Banca en la actualidad que bajarlo a niveles superiores al 30% no resolvería la realidad de fondo-; permitir la intermediación en divisas en el sistema bancario nacional y repotenciar el mercado de valores, con un esquema de emisiones multimonedas, por solo mencionar algunas.

Igualmente, en el caso del sector agropecuario debe haber una política de subsidios que apoye a productores eficientes en todas las escalas, con condiciones que garanticen que estos beneficios no se conviertan en fondos otorgados a pérdida.

El gobierno apela a las importaciones masivas por razones obvias. La escasez potencia la inflación y no se quiere regresar a los tiempos cuando los venezolanos debieron hacer colas hasta para comprar papel higiénico.

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