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Inés, la monja que le imploró por su salvación al Gran Mariscal de Ayacucho | por Luis Alberto Perozo Padua

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Periodista y cronista

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@LuisPerozoPadua

En 1825 se encargó el mariscal Antonio José de Sucre de la suprema dirección de los destinos de la nueva república fundada por el Libertador Simón Bolívar que en su honor fue nombrada Bolivia.

En aquella época funcionaban en territorio de Bolivia, 36 conventos de religiosos de ambos sexos; algunos contaban con la dirección de dos o tres monjas y en la de hombres era igual.

No obstante, estos monasterios eran más un antro que sucumbía en la miseria y la orfandad, que un centro de enseñanzas y disciplina; razón por la que el gran mariscal, luego de varios encuentros con el Deán gobernador eclesiástico, se vio obligado a suprimir la mayor parte de los beaterios, autorizando el funcionamiento de solo seis, que, además de asignarles suficiente personal, le otorgó una partida digna.

Esta medida fue adoptada «de absoluta necesidad y muy conforme al espíritu de los sagrados cánones», según escribió Sucre al Congreso Nacional al momento de someter al escrutinio el Decreto de Secularización, ley que fue aprobada sin modificación alguna.

La norma legal disponía en su articulado, la obligación por parte del rectorado de leer la ley una vez al mes en cada convento y monasterio, para el conocimiento de monjas y de frailes, lo que motivó a Inés, cuyo sufrimiento era insoportable, reclamara a viva voz acogerse a esta ley protectora.

«Nací libre y sufro un cautiverio espantoso en el reinado de la libertad»

Una mañana de 1811, a Inés la internaron en el Convento de Santa Mónica, que tenía por asiento la ciudad de Chuquisaca, perteneciente al virreinato del Río de la Plata. Ella, recién había cumplido quince años, cuando con insistencia una religiosa amiga de la familia presionó para convencerla que ingresara al convento, disfrazando las bondades de la vida monacal. Inés se vio forzada a aceptar en contra de su voluntad.

Pasado un tiempo, Inés comenzó a sortear toda clase de situaciones a las que describió como oprobiosas, sacrificios extremos y tormentos atroces, tras los muros de aquel claustro.

En septiembre de 1826, cuando contaba con 15 años de encierro y 30 años de edad, escuchó detenidamente los artículos de la nueva “ley de conventos y monasterios”, decretada por el presidente de Bolivia, Antonio José de Sucre. Intempestivamente se sobrepuso a los temores y le escribió una carta al mariscal de Ayacucho.

En la misiva, Inés le describe a Sucre su vida de encierro perpetuo, víctima inocente del fanatismo y de la violencia sin medida, de desesperación, espanto y tormento.

Un extracto de la referida carta dice:

“Excelentísimo señor general Libertador Antonio José de Sucre. Venerable padre de la patria: Desde la tumba de inocentes e indiscretos seres, desde el solitario recinto de un funesto claustro, albergue solo de la inocencia y para mí cubierto de las horrendas sombras de la noche del pesar, del horror y del tormento; de entre estos muros espantosos, cuya vista recuerda sin cesar el alma mía que, nacida libre, sociable y señora de sí misma para huir del mal y buscar mi dicha, sufro un cautiverio espantoso en el reinado de la libertad y arrastro una cadena cuando en el último ángulo del continente solo existen fragmentos de las que oprimían al Nuevo Mundo», y anota en el párrafo final: «En este estado para concluir mis funestos días en la desesperación; para no acatar por mí misma una existencia abominable… Es al héroe de Ayacucho, al que venció los déspotas para que no hubiese tiranía, al que defendió la libertad y los derechos de la Naturaleza, al que allá en su corazón ha hecho juramento solemne ante los hombres de proteger al afligido, al que se ha probado que tiene una alma justa y sensible, a él es señor, a quien apelo y ruego para que preste un remedio a quien protesta probar cuanto expone y a quien, si logra romper sus cadenas, será eternamente reconocida. V. E. de lo contrario está resuelta a ser la víctima del claustro. —Inés»

La misiva, -sin duda-, impresionó el ánimo de Sucre, quien inmediatamente instruyó a su secretario procediera con rigor «a la inmediata exclaustración de la ocurrente, con las formalidades de la presente ley».

Al poco tiempo, Inés obtuvo la suplicada libertad, salvándose de terminar sus días en el claustro de Santa Mónica, gracias a los decretos de regulación de la vida monástica y cierre de los noviciados sancionados por el Congreso y refrendados por Antonio José de Sucre durante su magistratura en Bolivia.

Con esta ley, el mariscal de Ayacucho colocaba una vez más a prueba su carácter de hombre de normas. Naturalmente que el contexto en que se dictó la referida legislación era de una reforma radical. De hecho, el golpe de Sucre a la Iglesia fue uno de los más radicales en América Latina durante el siglo XIX y, sin reservas, su acción gubernamental más exitosa.