Las elecciones libres y democráticas, a pesar de todas las críticas que pudieran tener, son extraordinariamente valiosas porque no les faltan enemigos de ambos lados del espectro, sea de derecha o izquierda.
Por definición, las elecciones libres persiguen mantener la paz. En los albores de su vida republicana, Venezuela escogía sus autoridades civiles como mandaba el ethos democrático de la época, aunque aún quedaba un trecho por andar. Por ejemplo, faltaba aclarar la noción de ciudadanía y del derecho al voto, por un lado, y por el otro, manejar la presión de una clase militar con un apetito insaciable de poder y que se sentía dueña de las mejores tierras, contratos o cambures de la nación. Nos ha tocado padecer una mentalidad odiosa, chocante y desgraciada. Se me antoja que la lucha en la guerra de independencia se ha convertido en una deuda tortuosa, impagable, dado que la honrosa gesta ha devenido en una tradición asfixiante de chantaje y corrupción. En descargo de los uniformados, aun cuando en el siglo XX hubo una generación de militares que se profesionalizó y abrazó la ideología democrática, la rueda de la fortuna no aguantó la buena racha. Una vez que Chávez y su entorno impusieron la violencia como forma de gobierno, la celebración de elecciones libres volvió a quedar en jaque. Ante un poder de facto que se burla impunemente de la nación, en el presente los ciudadanos se organizan sin prisa y sin pausa para poder recuperar la ruta democrática.
Ya hay expertos electorales abocados a organizar unos comicios como corresponde de acuerdo con la Constitución y las leyes. Sin embargo, hay sectores que no confían en el voto. Reconocen su valía como procedimiento para obtener el poder, pero la desconfianza hacia el sufragio pareciera tener un tinte de, yo diría frustración, para no llamarle odio. No obstante, detrás de esa incomprensible actitud, hay un sustrato que vale la pena tratar como quien se sienta a mirar el fuego de una fogata.
Me explico. La historia reciente de las elecciones en este país ha dado pie a diferentes interpretaciones y piquiñas respecto al voto. Por ejemplo, con todo y que el general Pérez Jiménez ahora se percibe como un militar serio en comparación con sus nefastos colegas del presente, él no le concedió el triunfo de la presidencia a Jóvito Villalba, a quien montó en un avión rumbo al extranjero. Pérez Jiménez no era un presidente legítimo y ante semejante pata coja optó por llamar a un plebiscito que no dudó en trampear. Afortunadamente los venezolanos sentían un gran fervor de libertad.
Después vino la democracia y el presidente Rómulo Betancourt sufrió no solamente un atentado, sino que durante su mandato debió sortear un sabotaje sin precedentes contra las elecciones, y que fuera perpetrado por la guerrilla de izquierda y sus socios, los Castro. Es decir, que no conforme con que los militares ya venían zozobrando la mentalidad del voto, parió la abuela marxista para terminar el entuerto. Pasado los años, logró Caldera la pacificación con buena parte de los rebeldes, sin embargo, el gusto por el saboteo permaneció en las mentes resentidas de la izquierda.
Las elecciones libres y democráticas, a pesar de todas las críticas que pudieran tener, son extraordinariamente valiosas porque no les faltan enemigos de ambos lados del espectro, sea de derecha o izquierda. En los años 60 y 70 se instauró la fiebre marxista, y desde sus bastiones en algunos sectores de la sociedad, se levantaba el lema del abstencionismo militante. Desde esa premisa, los socialistas construyeron una oposición que se nutrió de las fallas de gobernanza democrática, mientras que simultáneamente fabricaron o amplificaron escándalos. Fue así como, a finales de siglo y, sobre el carruaje de la supuesta nobleza socialista, la revancha militar allanó su camino hacia Miraflores de mano de los comacates golpistas.
Ahora la historia nos muestra a unos protagonistas que no saben cómo manejar sus miedos y convicciones respecto al voto. Los mediadores del voto se encuentran ante cómo confiar en unas elecciones bajo la sombra de un régimen inescrupuloso y sin palabra. Es comprensible desconfiar del régimen, claro está. Chávez violaba las leyes tanto electorales como de administración pública cuando usaba ingentes recursos para las campañas electorales, y era lógico pensar que no respetaría los resultados. El ventajismo del régimen era de tales dimensiones que podía considerarse en sí mismo como un robo de elecciones y, aun así, la oposición le dio paliza en las parlamentarias del 2015. Una vez que la población no era tan manipulable, era previsible que se quitaran las máscaras. Sabemos ya que recrudecieron sus prácticas de arrebatos de gobernaciones y alcaldías cuando no ganaban, o de deslegitimar a los partidos políticos para sólo aceptar a sus socios dentro de la oposición. La lista sigue, pero quizás la más grave deriva de la desconfianza mutua que existe entre los políticos opositores, pero no hay excusa. No hay opción sino recuperar las elecciones libres.
Todo un síndrome postraumático éste que atraviesa las noches de los opositores. Tienen tendencia a agigantar su propio miedo, comer casquillo innecesario, quejarse innecesariamente de la “buena vida” de estos delincuentes, o caer en el juego discursivo de un régimen que está literalmente preso del miedo. Esas penurias las sufren igualmente los ciudadanos de bien. Escogemos mirar a las elecciones desde la sombra y no desde la alegría. Las elecciones del 2015 fueron una fiesta de esperanza y solidaridad, su recuerdo lo guardaré siempre en la memoria como una promesa. La actitud, la actitud es la joya de la corona.
A la mejor usanza de Carlos Fraga, propongo escribir los traumas en un papel y quemarlos. La hoja limpia aparecerá para ser cantada.
Tomado de Correo del Caroní