De la “igualdad”, se ha hablado y discutido en demasía. También se ha escrito, al amparo de pertinentes análisis. No sólo sobre su significación. Igualmente, de sus implicaciones. Su manejo dialéctico, se pasea por variadas acepciones. Desde la empleada en Matemática para referir la equivalencia entre cantidades o expresiones algebraicas, o propias de una ecuación. Hasta la aducida como valor moral y político luego de entenderla como un objetivo de la capilaridad social. De hecho, su noción y práctica remonta siglos.
Aristóteles fundamentó su concepto de política en el concepto de “igualdad”. Los juegos olímpicos, se concibieron a manera de canal deontológico y pragmático para afianzar la igualdad como referente social. Se invocó como razón social dirigida a animar la participación de todos. Sin más exigencia, que la que proveía la capacidad física y preparación del atleta para la competencia.
El concepto de “igualdad” ha sido siempre debatido en un terreno bastante imbricado. Debido a causas reivindicadas por intereses que se suponen fundamentales. Sin embargo, podría asentirse que el concepto de “igualdad” se ha visto limitado a consecuencia de exigencias instadas por el orden jurídico al cual responden realidades profundamente diferenciadas en su desarrollo, cultura y calidad de vida, particularmente.
El concepto riñe con la praxis política. Es cuando la teoría política exalta su concepción al relacionar “igualdad” con valores de libertad y justicia. Y desde esta perspectiva, aun cuando se presuma la igualdad como condición política para motivar la participación del ciudadano en asuntos de política, las realidades retratan todo distinto de lo teorizado.
El caso venezolano es de fehaciente caracterización a este respecto. Si bien la Constitución de la República establece que, en tanto Venezuela se constituye en un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”, al mismo tiempo las realidades han dejado ver lo contrario. De manera que luce contradictorio comprender ¿cómo es que dicha Carta Magna propugna la “igualdad” como valor de su ordenamiento jurídico? Sobre todo, al referir que el derecho a la igualdad deba admitirse “(…) sin discriminación ni subordinación alguna”.
El problema es que las realidades no se supeditan al dictado constitucional. Siguen empeñadas en apostar a otro juego. Al juego de la “desigualdad” en el cual Venezuela no consigue rivales que emparejen la jugada realizada. A excepción, de aquellas férreas autocracias que, a costa del sacrificio de cada quien, de cada persona, han conseguido enrumbar sus naciones al conflicto por tan calamitosa causa.
Problema tras problema
Sin embargo, otro problema que representa la aplicación incondicional de “igualdad”, compromete una praxis política muy complicada. Más, cuando la comprensión diferenciada de “igualdad”, cae en el terreno de las interpretaciones. Y que por su naturaleza semántica, luce contrariada respecto de quien disponga de su noción para beneficio o perjuicio de la ciudadanía.
Resulta pues muy embarazoso, o casi imposible, pensar que un tratamiento igualitario puede resolver los problemas que la democracia presume como de posible consumación. Y no es así. Por lo contrario, la “igualdad” sería capaz de solventar cualquier diferencia, sí y sólo sí, se tiene predeterminada alguna regla que ordene un tratamiento igualitario. Indistintamente, de la condición del beneficiario. Aún así, sigue siendo un problema de marca descomunal.
En medio de todo esto, cabe traer a colación el tipo de igualdad que se prescribe según el caso donde pretenda aplicarse. En consecuencia, habría que considerar que no siempre un caso de desigualdad es razón de protesta. Aunque si es justificable como hecho, podría recibir un tratamiento equitativo lo cual llevaría a reconocerla como un hecho tratado “igualitariamente”. Es lo que en teoría política, constituye una desigualdad justa. Y aún así, poco se acepta que en la realidad, habida cuenta de las crudezas que la revisten, suele hablarse de la “igualdad” en su condición de ser y de actuar de forma proporcional a lo que circunscribe su naturaleza como canal sociopolítico y socioeconómico de asignación de beneficios.
Es ahí donde suele hincharse el problema que contrae una sociedad cuando la denominada “distribución de la riqueza” se produce a instancia de reglas subordinadas al modelo político en curso. Sobre todo si se acusa de hegemónico. Es cuando las confusiones adquieren forma de crisis toda vez que no se establece una “igualdad de oportunidades” que regule aquellas circunstancias bajo las cuales son escondidos derechos y libertades. La justicia pierde su esencia y permite entonces que las improvisaciones dominen sus facultades de ordenar cualquier situación que presuma de avasallante.
El principio de “cada quien según sus habilidades” apenas se convierte en una voz cuyo eco se extravía en la soledad del paisaje político. Es ahí donde adquiere fuerza y razón el principio de John Stuart Mill, economista y político británico, “todos cuentan para uno, pero ninguno cuenta para más de uno”. Es lo que permite acusar el exceso de desafueros que movilizan a una sociedad. Es la razón que motiva a hablar de las contradicciones que con hipocresía pregona el ejercicio de la política democrática. Es así como la historia es testimonio agregado al reflejo de los cometidos que caracterizan la actualidad. Y que bien o mal, demuestra cómo se vive sometido en lo que es una sociedad de desiguales.