Por Asdrúbal Aguiar -junio 21, 2021
En mi reciente libro El mundo moderno llega a su final, en actual edición y que cuenta con un generoso y agudo prólogo del expresidente uruguayo Luis Alberto Lacalle H., “Reflexiones en pandemia”, abordo los desafíos y peligros que plantea la globalización de las incertidumbres.
A propósito de la pirámide invertida que alcanzo a discernir, en cuyos ángulos superiores extremos sitúo a la gobernanza digital y su “capitalismo de vigilancia” por una parte y, por la otra, al culto de la Pachamama como su pretendido equilibrio “ético”, veo a estos como diarquía montada sobre el ángulo inferior que forma la humanidad, presa de la pandemia y sujeta a distanciamiento social. No me es difícil predicar, por ende, lo que podrá ocurrir si a tal pirámide no se le gira y se vuelve a situar al hombre junto a su derecho a equivocarse como el vértice superior del todo: Sufriremos un daño antropológico global.
De «daño antropológico» hablan los entendidos hace algún tiempo, para referirse, tomando como ejemplo a la experiencia cubana, al “embargo de los proyectos de vida independientes”, al desmigajamiento del alma y el desaliento existencial, bajo los paternalismos destructores, ayer del comunismo, luego del socialismo del siglo XXI en Venezuela, sucesivamente del progresismo “poblano” en avance.
La gobernanza digital unifica narrativas, pero a la vez segmenta. Atiende solo al lado sensorial de los usuarios, que son números, no personas. Las cosifica con sus algoritmos y exacerba en sus autismos emocionales para disponerlas al servicio de la política, la economía, en fin, de la cultura al detal, masificándolas de modo circunstancial. Mientras tanto, para la conservación de la naturaleza y por sobre el mismo hombre, se predica someterle –al efecto y para eso sirven las redes– a las leyes matemáticas de la evolución. Atrás queda y es devaluado el sentido de la razón humana natural o iluminada, y la razón práctica que atiende, de modo preferente, a la realidad existencial del hombre.
Ahora se presentan como malas palabras dentro del ecosistema emergente y políticamente correcto, las que forman los procesos discursivos que hasta fecha no lejana sirven a la búsqueda de la verdad, la educación, la experticia, la experiencia, la evidencia, según le escucho decir a Martin Baron de The Washington Post, al recibir el Gran Premio Chapultepec (SIP, 2021).
Cabe reflexionar de conjunto sobre todas estas variables y acaso puedan no encontrar, como se cree, sincronía conceptual como ejes: la naturaleza vs la técnica posmoderna, al punto de hacerles perder sustentación y que se abalancen sobre su vértice inferior, el del hombre, destruyéndole en sus posibilidades de futuro.
Cabe tener presente y como ejemplo que “en la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo”, como lo advierte Juan Pablo II en su Encíclica Centesimus Annnus (1991). Durante la pandemia universal, que solo muestra como unidad a las víctimas en el dolor o en la soledad de sus despedidas, junto a la aceleración de la gobernanza digital y el avance de las narrativas que se valen de aquellas para instalarse allí, en la conciencia colectiva, se insiste como parte de la nueva normalidad en el «grito de la naturaleza». Estaría revitalizando sus pulmones, mientras se celebra que el género humano permanezca bajo claustro.
La misma encíclica citada precisa, en tal orden, que “mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «hábitats» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica «ecología humana»”.
“No solo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada”. El caso es que el hombre, igualmente es, para sí mismo, un don de Dios y debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado”, precisa el documento pontificio para salvaguardar lo irrenunciable.
La oposición y complementariedad entre las revoluciones industriales en curso –la digital y la de la inteligencia artificial– y la denominada «transición verde» son de origen aristotélico. El movimiento de esta y su reposo le serían propio, en tanto que el de aquellas depende del arte, de la acción del artesano. Y si bien, en el Medioevo, sosteniéndose la separación entre ambas se precisa que la naturaleza creada también cuenta con su propio artesano como Natura Naturata, con un principio activo o Natura naturans, el de Dios, que la ha creado y le fija su movimiento, al término tal distinción está perdiendo su rango ontológico por obra del globalismo progresista.
Si “la naturaleza es producto de la técnica [Divina] y, en esta medida, es susceptible de ser dominada en tanto que se posea la técnica adecuada para la fabricación de los objetos naturales”, la contradicción entre una y otra quedaría resuelta con “la tecnificación de la naturaleza”, arguye Mas Torres. Y en esto coinciden los llamados románticos por los estudiosos de la Escuela de Frankfurt, quienes predican la reconciliación entre el hombre y la naturaleza, y también el marxismo. Pero este lo hace con un sesgo ante el que cabe y urge estar prevenidos. En el plano de lo global fija como repartidores supremos del orden emergente solo a la naturaleza y sus leyes matemáticas, odre de unidad y de metabolización dentro de ella del conjunto del género humano, y al predominio de lo digital y de la inteligencia artificial, que desde ya desdibuja potencialmente, con la robótica, el peso milenario de la razón humana.