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Los colores del río. Por Rafael Marrón Gonzalez

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El mercado de La Carioca en Ciudad Bolívar era sitio de obligada concurrencia de turistas de todas las latitudes, sus hervidos y frituras de pescado tenían fama de sabrosos, abundantes y accesibles. Era tanta la afluencia de clientes que ya a las doce del mediodía no se encontraba una mesa disponible y solamente si usted contaba con algún amigo que estuviera ocupando una en solitario, sería atendido, por ello cuando visitaba la ciudad, llegaba unos minutos antes y pedía ocho cervezas a la vez, que me las servían en vasos desechables, un costillar de morocoto y un plato de palo a pique, el exquisito guiso de frijoles con arroz y carne salada, pues cuando el sitio se llenaba, no había forma de volver a ser atendido.       Uno de esos mediodías se quedó en mi memoria para siempre. Estaba solo en mi mesa, con mis ocho vasos de cerveza, en un lugar especial, muy cercano al barandal que daba al río Orinoco, esperando mi menú, cuando entró Jesús Soto con dos amigos suyos, y al verme se acercó a mi mesa, y sobreentendiendo que yo tenía que saber quién era, me dijo: “te pareces a Miranda, tú tienes que ser alguna vaina”, por mi pelo largo y mis ocho vasos de cerveza, y le respondí, con la misma confianza: – “pero a Miranda en la Carioca, no en la Carraca”. Soltó la risa y ocupó con sus amigos, para mi satisfacción, las sillas vacías. Ya tenía el pelo canoso y escaso, llevaba su guayabera de estar en su ciudad natal echándose palos en la licorería El Sordo. Se quedó mirando el río y me preguntó:  ¿Te has dado cuenta cuántos colores tiene este río? El mismo río que yo, ribereño del mar Caribe, solía percibir de un marrón intrascendente y aburrido. – Si eres poeta tienes que inspirarte en la acuarela de este río, como lo hizo Andrés Eloy con su Río de las siete estrellas. Para probar que era poeta, con el valor que da la cerveza calentona, le escribí este poema en una servilleta, al mejor estilo teatral: “Desde la calidez/ del sereno discurrir del Río/ de su latido primigenio/ el cinético sortilegio/ con su cadencia cromática/ al iris del Orbe deslumbra. Prodigioso genio/ que el alma dormida/ de la inerte materia/ despierta a la vida/ en una alegoría de luz y color/ que vibrátil/ al arte ennoblece”. Y mientras se enfriaba mi almuerzo y se calentaban mis cervezas, Jesús Soto y sus amigos lograron ser atendidos, y mientras ellos comían, yo escribí estos versos al Orinoco: 

“Río padre/ de la octava estrella/ arteria salvaje de indómito latido/ heráldico símbolo de la identidad/ ofrenda generosa/ en la cornucopia de sus márgenes/ y en el mayestático torrente/ de su piel aborigen”.    Ambas servilletas fueron cuidadosamente dobladas y guardadas en el bolsillo izquierdo superior de la flaca guayabera gris, en el cual un lápiz solitario daba tumbos. – Sigue escribiendo, me aconsejó desde la alta tribuna de su gloria, al despedirse. Quién sabe dónde terminarían, en el transcurso de aquellos tragos bolivarenses, entre acordes de guitarras y boleros, aquellas arrogantes servilletas impregnadas del olor a bullicio de La Carioca. El propietario no quiso cobrarles el consumo, el de ellos, el mío sí me lo cobró, a pesar de que fue mi extravagancia y la gentileza de mi mesa lo que le permitió fotografiarse con Soto y sus amigos. Nunca lo volví a ver. Pero me dejó el aguijón de esos colores del río que yo hasta entonces no había percibido, y que con los años descifré que eran los colores artísticos de la ciudad. Era la lírica brisa que impregnaba de azul los rizos de su oleaje. El verde con sus verdes que se diluía en la espuma que baña las riberas. Ese feroz amarillo que gotea de la historia de sus tejados centenarios que conservan con regia tozudez el color de la arcilla primitiva y baña de luz la piel de la ciudad. Y esos naranjas otoñales que luego de teñir soberbiamente el horizonte, se sumergen en sus aguas hasta disolver el ocaso, dejando la noche navegar. Pero también se mezclan y surgen nuevos colores que evocan las tertulias en la tasca del antiguo Hotel Bolívar, entre Manuel Alfredo Rodríguez y Mimina Lezama, poeta que solía hundir en el ensueño la luz de la mañana. Las disertaciones telúricas del entrañable Rafael Pineda, a quien unos organizadores de un evento sobre el Orinoco, le concedieron cinco minutos de tiempo, Pineda se levantó, saludó y se sentó. Cinco minutos para hablar de la intensidad telúrica del Orinoco, es como mínimo un insulto. Y la pluralidad intemporal de Jean Aristeguieta y su “País de las mariposas”, creadas especialmente para que los colores vuelen, cuya indeleble huella menuda recibe el beso recurrente del oleaje fluvial en su devota ribera.  Y Alejandro Otero y sus magistrales caprichos solares que lanzan al viento el rumor bravío del plateado destello del rugir del río. O las largas conversas con Luís Bellorín y su propuesta plástica Perceptivista en el celebérrimo Tony Bar, mutado en colorido Museo popular. O sencillamente impregnado del Paseo con la etílica poética de Jhon Sampsom Williams, sempiterno habitante del agua, que exhalaba madrugadas por los poros expandidos a la homérica tormenta de una hiperbólica vorágine bohemia. Y, desde el bar del Hotel la Cumbre, con mi hermano Igor Escalona, quien como amigo es el mejor artista que tiene la ciudad.    Esos colores del río de Soto, son los de Manuel Yánez que persigue su flor viajera desde el Malecón. Y los de Serenata Guayanesa y del negro Alejandro Vargas, cuya viuda conocí admirando una de las crecidas “del padre río”, quizás esperando divisar su Barca de oro surcando las aguas en pos de la aurora. Y también los de la poeta Teresa Coraspe y su “Tanta nada para tanto infierno”, que a lomo de tonina llegó desde Soledad una mañana de sol para asentar su poética en el anhelo marinero de su horizonte de piedra. Y los de Abraham Salloum Bittar, quien desde Siria desembocó en sus aguas para encallar su poesía en sus náufragas reminiscencias. Y así, son tantas pinceladas sinfónicas, como la de los legendarios Juanito Arteta y Telmo Armada, las que trazan compromisos con la eternidad de ese río de profundos y cálidos matices.  Y desde entonces, y hasta que ya no se pudo, solía ir expresamente a Ciudad Bolívar a acodarme en la balaustrada del malecón a identificar la escala cromática de Soto que desfilaba por mi memoria a través del abra de su paisaje evocador y de su inefable claustro de silencios.    

Rafael Marrón González