Tony Frangie visitó Filven, y lo que encontró fue un panorama asfixiante y claustrofóbico, contrario a lo que una feria literaria debe ser. «La ideología empapa, no permite respirar. Fuera diversidad de pensamiento, fuera crítica, fuera herencia literaria»
Tony Frangie Mawad
Quizás por un arrebato de morbo ideológico, me dirigí a la XVII Feria Internacional del Libro en Venezuela (Filven) en los precintos del Palacio Federal Legislativo.
El Centro de Caracas vive ahora sacudones epilépticos: mientras bellísimas edificaciones art deco –como la antigua sede de El Universal o los relieves opacados de doncellas del Teatro Continental dan entrada a una tienda chimba de pantaletas y licras– se desvanecen ante la desidia, la Plaza Bolívar ha sido decorada con bellísimos arcos de flores de navidad dignos de festividad anglosajona. El antiguo Cine Rialto de 1917, hoy Cine Simón Bolívar, ha sufrido quizás una de las peores restauraciones históricas pensables: en 2013, la Alcaldía de Libertador lo cubrió con mármol vinotinto y vidrios contemporáneos hasta que se asemejara a un hotel de tres estrellas en un aeropuerto europeo.
Frente a la Casa Natal, quizás para el consumo de los nuevos turistas del este, una serie de tiendas minimalistas han surgido por obra y gracia de la gentrificación: preservando antiguas paredes y pisos coloniales, unas tiendas de chocolate, un café Paramo y una tienda de souvenirs estilosos rompen con la mugre de los edificios art deco o el horror de aquel Monumento al 19 de Abril o falo rojo-negro. Por su parte, el esplendor de la vista lejana del Palacio Federal – de la propaganda espectacular – se deshace cuando uno se aproxima: hay fachadas mal pintadas y todo parece desconcharse.
Cuando procedo a entrar al Palacio, unos funcionarios en la entrada me solicitan mi prueba de vacunación contra el covid-19. Aparentemente es el supuesto ‘semáforo’ que anunció Maduro. Me pregunto cómo han entrado la mayoría de los asistentes a la feria en un país donde la vacunación sigue siendo cosa de élites.
Les explico que me vacuné en el exterior. Me piden mi cédula y la ponen en un sistema. Les explico que no va a aparecer porque mi vacunación no fue hecha en el sistema venezolano, pero insisten. No aparece, por supuesto. Les muestro la prueba de mi vacunación, una foto de mi carné del CDC norteamericano, y finalmente aceptan que pase.
Sería deshonesto describirlos como abusivos o groseros, al contrario: fueron funcionarios particularmente gentiles. Pero no deja de extrañar esa manía estatal venezolana de jugar al Primer Mundo con los mandatos de Biden y el pass sanitaire de Macron.
Aparece el Filven, entre las escaleras y los altísimos chaguaramos del Palacio. Hay pantallas y pliegues de eslogans y símbolos de libros en colores ácidos: tonos de azules, fucsia, rojo, amarillo, verde limón, morado, anaranjado. Si la Feria no datase del 2005, con el mismo logo en colores chillones, pensaría que es parte de aquellas nuevas vestimentas del chavismo multicolor: como Georgette Topalian y Rafael Lacava, o el aeropuerto de Maiquetía, todos desprovistos del rojo monocromático o los ojitos de Chávez. Aunque los ojitos –tan pop art, y en los mismos colores chillones del Filven– no aparecen este año como en ferias anteriores. Lo más marxista en el diseño es la estrella amarilla contra fondo rojo de la bandera de Vietnam, país invitado.
La Feria homenajea a dos escritores chavistas, por supuesto: José Vicente Rangel, el Juan Bautista del mesías rojo, y Vladimir Acosta, quien, en un artículo de Aporrea en 2007, describió a los descendientes de inmigrantes en Venezuela cómo “extranjeros” de “contravalores racistas y colonizados”. Pero sus figuras ilustradas, con fondos coloridos y pieles naranjas, no evocan el realismo socialista: en cambio, con sus cortes minimalistas, son una muestra perfecta del Alegria style, tan en boga por las grandes corporaciones e instituciones del establishment ‘neoliberal’. “Globohomo” o “Corporate Art”, cómo le dicen los detractores de la derecha anti-globalización.
Pero, a diferencia del diseño arcoíris, los puestos y los libros no fueron vaciados de una ideología que está siendo incrementalmente reemplazada por bodegones, casinos y narco-rumbas en el Humboldt. La feria es como un viaje en el tiempo a la Universidad Central de Venezuela en 1968, con sus marxistas barbudos en perenne paranoia con los Estados Unidos, su justificación de la invasión a Checoslovaquia, su creencia en la teoría de la dependencia y su crucifixión de Teodoro Petkoff: ¡Bienvenidos a Leftworld, parque temático de la nostalgia ideológica!
Leftworld, en el Palacio Federal, nos introduce a un sinfín de editoriales del Estado o próximas a este. La Editorial Nosotros Mismos presenta “La mano visible del mercado: guerra económica en Venezuela” e “Hiperinflación: arma imperial”, de Pasqualina Curcio Curcio, dónde el colapso económico de Venezuela se retuerce y deforma hasta limpiar de toda responsabilidad a la oligarquía roja y convertir al deslave en una estrategia maquiavélica de las elites empresariales y el imperialismo norteamericano. Aunque es economista y profesora titular de la Universidad Simón Bolívar, Curcio afirma que “la hiperinflación es un fenómeno político. Es el efecto del arma no convencional más poderosa, masiva y letal con la que cuenta el imperialismo: el ataque a la moneda”.
Monte Ávila, alguna vez la punta de lanza de las publicaciones estatales, ha sido drenada de toda diversidad de pensamiento: atrás han quedado tantos las obras críticas cómo las obras del establishment puntofijista. “La editorial del estado publicaba todo tipo de obras, desde ‘Del buen salvaje al buen revolucionario’ de Carlos Rangel a un libro de un marxista Moisés Moleiro”, dice Rafael Arráiz Lucca, presidente de Monte Ávila entre 1989 y 1994, “Ahí tenías todo el espectro. Eso ocurrió así durante muchos años. No había ningún sesgo ideológico”.
Ahora, Monte Ávila se reduce al anti-imperialismo de Eva Golinger, al rostro de Chávez y a obras como “El sueño del marqués: Mario Vargas Llosa, una pluma al servicio del imperio” de Atilio Boron. Vargas Llosa “puso su embriagante prosa al servicio de los intereses y las fuerzas sociales dispuestas a sacrificar a la propia humanidad con tal de preservar sus privilegios”, afirma Boron, sin notar la ironía, en un libro de una editorial que forma parte de la maquinaria de aquellos que han atraído el ojo de la Corte Penal Internacional por alegados crímenes de lesa humanidad. Entre los estantes, no encuentro ninguna obra escrita por Vargas Llosa.
En Filven hay libros sobre Aristóbulo Istúriz, sobre las cadenas de Hugo Chávez y hasta sobre la vida de Tarek William Saab. Los perfiles sobre las figuras del antiguo régimen –sea Sofía Imber, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera o Carlos Cruz-Diez– son escasos: apenas hay una obra crítica sobre Betancourt, por Sanin, de la editorial Vadell Hermanos.
Un hombre anciano, con una blusa de tejidos indígenas, se me aproxima orgulloso. Me explica que Vadell Hermanos es la editorial más allanada de la historia de Venezuela. “Hasta con J.J. Velásquez, por mostrar a Chávez en la cárcel de Yare”, me dice. Mi amigo le pregunta si Chávez también los allanó, considerando su relación tensa con instituciones culturales y la intelectualidad venezolana. El hombre nos cambia el tema, nos da la espalda y se retira. No encuentro ninguna obra escrita por historiadores críticos como Elías Pino Iturrieta, Tomas Straka. No hay ni si quiera novelas de Rómulo Gallegos.
Galeano, santo del izquierdismo tercermundista, pulula por los múltiples puestos cómo lo hacen los libros bíblicos en las iglesias evangélicas: “La región sigue trabajando de sirvienta”, dice en su obra maestra ‘Las venas abiertas de América Latina’: “Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios”. Las ruinas de Caracas, las muchedumbres comiendo de la pudrición de los basureros, parecen demostrar fórmulas contrarias. Carlos Rangel, por supuesto, también está ausente en los estantes.
Del Fondo Editorial Ipasme, me regalan tres folleticos: el texto “Guaicaipuro Cuauhtémoc le cobra la deuda a Europa” de Luis Brito García, “¿Por qué socialismo?” de Albert Einstein y un mensaje de Hugo Chávez en la II CELAC. El Instituto Nacional de Estadística me regala un folleto impreso en blanco y negro sobre sus funciones.
La visita resulta ser asfixiante, claustrofóbica: la ideología empapa, no permite respirar. Casi todos los estantes están al servicio de una narrativa, son pequeñas fortalezas de propaganda, de color rojo, de consignas: fuera diversidad de pensamiento, fuera crítica, fuera herencia literaria. Sólo existe el aquí y el ahora (que permita el mundo creado en VTV) y los palangristas e ideólogos que sirven a los intereses de Miraflores. El eslogan de la feria, en esplendor de doublespeak, alega que “leer independiza”.
En el pasado, quizás las ferias sí podrían independizar el pensamiento: “Esas ferias del libro eran totalmente pluralistas, democráticas, con todo de tipo de pensamiento y de ninguna manera un sesgo ideológico”, alimentándose del debate nutrido entre los intelectuales democráticos y aquellos den la guerrilla pacificada, dice Arráiz Lucca.
Las ferias del libro en Venezuela se convirtieron en una práctica común a partir de 1989, cuando Monte Ávila comenzó un programa de pequeñas ferias nacionales llamado “El libro al alcance de todos”. “Muy pronto vimos que era una actividad extraordinaria, importante, necesaria”, me dice Arráiz Lucca. Por ello, el Ministro de Cultura José Antonio Abreu creó el Centro Nacional del Libro y una feria internacional del libro anual de la mano de la periodista Mary Ferrero con la asistencia de Elisa Maggi, esposa del escritor Salvador Garmendia. Así, comenzaron a organizarse las ferias en los recintos del teatro Teresa Carreño y posteriormente en la Zona Rental ferial de Plaza Venezuela.
Pero la revolución ha creado un hombre nuevo y una feria nueva: aunque sea una feria del libro, hay milicianos en el Palacio. Adán Chávez presenta un libro en una de las salas. En torno a la fuente, un grupo de niños y niñas vestidos de próceres, banderas de Venezuela, indígenas y parafernalia patriótica hacen un espectáculo: la música mezcla el himno de Colombia con las sinfonías de Star Wars, aunque los libros muestren banderas americanas en fuego y la pluma de Noam Chosmky aparezca hablando de ‘terrorismo occidental’ y ‘consentimiento fabricado’ por el imperialismo. Afuera, una mujer vestida con la bandera de Venezuela sostiene una Constitución. Otra, con micrófono, narra sobre “la Matria”.
Dentro del Palacio, hay también pequeñas computadoras Canaima expuestas, cómo en una feria mundial socialista. En una sala, me consigo la IV Bienal del Sur: algunas pinturas con épicas independistas, críticas a Coca-Cola y banderas estadounidenses demacradas. No tienen marcos y parecen meramente decorativas, en alguna sala cualquiera. Vietnam –dejando apenas unas fotografías de campos de arroz, unas muñequitas y un vestido– expone libros sobre Ho Chi Minh en una mesa con un viejo mantel blanco.
Todo en LeftWorld, o Filven, apesta a naftalina: a anacronismo ideológico.
Hay apenas unos cuantos puestos que no forman parte del carnaval soviético. En dos, consigo antiguos libros –de artistas, cultura folclórica o naturaleza– de Armitano Editores o de desaparecidas editoriales venezolanas. Otro vende cómics y novelas fantásticas, como Watchmen o libros de Game of Thrones. Y otro, quizás el más sorpresivo, vende trabajos antropológicos, intelectuales y de zoología de la Fundación Empresas Polar: una isla del némesis en medio de la saturnalia socialista.
Al salir, me regalan dos folletos. Uno, muy bien producido, contiene una copia del Acta de la Independencia reimpresa. Otro, con muchos pliegues, muestra la bandera de Estados Unidos: al abrirlo, aparece una cronología del “bloqueo” a Venezuela para lograr “el cambio de régimen”. Inicia en 2014, con Barack Obama, y culmina en octubre del 2021. Hay pequeñas figuras de Obama y Trump, menciones a Guaidó y Leopoldo López, críticas a ambos partidos norteamericanos, culpa a los yankees de apagones, habla de imperialismo truculento con las vacunas, se desangra por las sanciones, llora por Citgo y pare usted de contar. Una narrativa impecablemente construida.
Pero afuera, una vez que salgo a las calles del centro donde los nombres de las torres se han venido a menos por sus letras caídas, escucho la música de Alicia Keys desde la voz de una cantante callejera. Un McDonald’s se mantiene firme en la entrada del antiguo teatro Ayacucho, acorralado por enredaderas. También, en algunas bodeguitas, observo mercancía importada de Miami. Pero en mi mano, el folleto me sigue hablando del bloqueo.
El Estímulo