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Del Estado chavomadurista, inmoral y fallido (I) | por Nelson Chitty La Roche

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En Venezuela y aterricemos de una vez, un accidente histórico que pasa por ser una apuesta de la mayoría resentida y con vocación hedónica, echó a andar un proceso pernicioso caracterizado por el envilecimiento público y la frivolidad social

Honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere” (Cuerpo del Derecho Civil Romano, 1889) que traduce, i) no causar daños a los demás, ii) vivir honestamente y, iii) dar a cada uno lo suyo.”

Nelson Chitty La Roche:

El Estado es derecho, esencia normativa como bien nos recuerda Kelsen. Es paralelamente un organismo; un ser activo, una existencia como reza la doctrina, “Siguiendo a Hegel, el Estado es revelado como un proceso de relaciones intersubjetivas formado por momentos o estaciones que lo constituyen como una comunidad de vida racionalmente fundada – Gerardo Ávalos Tenorio, ((2010). Actualidad del concepto de Estado de Hegel. Argumentos (México, D.F.)23(64), 9-33.)

La praxis pone hoy sin embargo la teoría a la defensiva y el Estado, frecuentemente obra en el banquillo del cuestionamiento y la crítica. Se ha depreciado, deslegitimado y acaso, conserva su legalidad; pero, allí también hay que reconocer el diagnóstico que muestra certeramente, toda una serie de morbilidades que acusa su anómala condición.

El Estado está en vilo por doquier. Desafiado por la circunstancialidad de una demanda insatisfecha desde el punto de vista económico de sus destinatarios; pero, no solamente: el ilícito lo reta a diario y aún hay plaza para una cita cotidiana con los sistemas políticos y sus ciclos trascendentes que lo ponen en ascuas, de vez en cuando.

En efecto, el elemento humano que le da cuerpo al Estado, palabra, espíritu, pareciera universalmente fallarle al objetivo primordial de esa ficción que el zoo politikon creó, para actuar en comunidad y ofrecer certeza, seguridad y libertad. Es un momento de desencuentro tangible. Ni el Estado sincroniza al hombre ni el hombre sintoniza al Estado.

Es un matrimonio sin amor; lo auspicia todavía la costumbre, la lentitud para digerir y atender eficazmente el dictado que obliga a revisarse y si tuviera razón Hegel, a corregirse para seguir juntos porque, eso es menester.

El Estado de hoy, conoce y ha sido puesto a prueba por el “homo políticus actualis” que, a su vez, está igualmente en trance y vacila entre sus apetitos individuales y su compromiso ontológico como miembro de la humanidad; pero, comentar eso, supondría otra ventana de reflexión. Sigamos haciendo de testigos de ese organismo vivaz que es el Estado.

Alberga el Estado unas formas de gobierno que se constituyen en los gestores del susodicho. Esa dinámica se sistematiza para hacer sus propósitos posibles; se organiza, se normatiza, se institucionaliza y se asume como una experiencia perfectible del quehacer social llamado a gerenciar los intereses del todo y a ofrecerle, un desarrollo ínsito a su condición de persona humana dotada de dignidad que cada una de esas partes de sus integrantes registra.

Empero, otro perfil a ponderar del Estado es su dimensión moral. Un sujeto que apunta o debería más bien al bien común y, que se sostiene en sus valores y principios que se postulan como parámetros existenciales. Acatar a la ciudadanía como su mandante y su receptor, es otra categoría del fenomenológico y siempre complejo espectro del Estado.

Es persona jurídica, política y social que se dota de toda una serie de subsistemas que coadyuvarían a servir a sus destinatarios, en un difícil equilibrio que ha de mantener para a su vez permanecer.

El panorama del orbe nos muestra experiencias exitosas y realizaciones que normalizan al Estado; pero, por otro lado, desnuda las situaciones en que acontece lo contrario. Se trata pues de distinguir dónde estamos y hacia dónde vamos, en cada escenario específico; esa sería la interrogante por responder.

El poder, por cierto, es actor en ese devenir. Es energía, es instrumento, es representación y con ello, delibera y decide por la sociedad, de la cual, debería siempre ser, mandatario. Allí radica su telos y su peligrosidad y en ocasiones -frecuentemente acotaré- se extravía; arrastrando en su dislate y cual tsunami, las estructuras societarias que comparte y a las que encarna.

La soberanía y sus vehículos de expresión y sustentabilidad, determinarían el modelo en el que coexiste, la potencia pública y, los que, como cuerpo político, conviven con ella. El drama, cual atavismo o tara hereditaria insurge, al diluirse -licuarse diría Bauman-  la soberanía entre la mala hierba del populismo, la demagogia y el discurso de la mentira. El espejismo es el comienzo de la desertificación de la virtud.

Es pues el Estado, conducido por el poder que lo hace posible, quién ha de servir al presupuesto que le dio origen; coto del más difícil de los ejercicios y malabarismos, el de un justo que intenta ser interpretado y obedecido para, de esa manera, asegurar la vida y la libertad. Aporético, el lance pareciera.

En Venezuela y aterricemos de una vez, un accidente histórico que pasa por ser una apuesta de la mayoría resentida y con vocación hedónica, echó a andar un proceso pernicioso caracterizado por el envilecimiento público y la frivolidad social. La democracia, como en otras latitudes, fue el cómplice necesario. Buscando servir concluyó permitiendo que se sirvieran de ella sus enemigos.

En una próxima entrega, remataremos, Dios mediante, la tarea.-

Nelson Chitty La Roche[email protected], @nchittylaroche