Más de 15 horas diarias dedican 238 indígenas a la recolección de residuos en el vertedero a cielo abierto de Ciudad Guayana. Entre desechos industriales, químicos y hospitalarios trabajan sin un mínimo de indumentaria de seguridad en tiempos normales y en momentos de pandemia por la COVID-19. 

«Queremos trabajar, déjennos trabajar”, suplican los indígenas que habitan en Cañaveral, al borde del vertedero de basura a cielo abierto de Ciudad Guayana, abierto hace siete años.

El intento de relleno sanitario es el refugio y la esperanza de 238 indígenas jivi y waraos provenientes de distintas comunidades del Delta del Orinoco y Bolívar, 70 de ellos menores de edad, de acuerdo con un censo realizado.

Una carretera de tierra atraviesa el primer trecho de la entrada del basurero. Los montones de desechos apilados de lado a lado marcan la ruta mientras el vuelo de los zamuros hace sombra a los caminantes.

Llega un punto en el recorrido en el que ningún vehículo, salvo una compactadora, puede seguir avanzando por la principal vía de acceso a los caseríos porque el camino queda sepultado entre una mezcla de basura y barro que succiona los zapatos de todo el que pasa. A pico y pala, los residentes despejan el camino para abrir paso a la maquinaria pesada y los camiones que llegan de empresas privadas para comprar chatarra y plástico.

Recolectores y compradores indígenas y criollos solo piden una cosa de la nueva gestión: Ser incluidos en la privatización del vertedero y que se les permita trabajar.
Aunque vivir en un vertedero tiene consecuencias para la salud y va contra la ley, es para algunos la única opción para sobrevivir en tanto el Estado no intente, con políticas públicas, evitar la migración de los indígenas a zonas donde se exponen a la explotación laboral.

*Más de una década huyendo*

Huyendo del hambre y el desempleo, los indígenas forjaron en este vertedero una nueva dinámica de vida que desplazó las formas de subsistencia originales como la pesca, la siembra y el cultivo de palma de moriche. Aquí, quien no recolecte chatarra, plástico y ropa, ni come ni se viste y probablemente andará descalzo.

Los indígenas huyeron del hambre y la falta de empleo, pero también de la alta incidencia de enfermedades como la malaria, sarampión y VIH. De hecho, el Delta del Orinoco supera la media mundial en tasa de contagio por VIH en comunidades indígenas, que también se enfrentan a una cepa más agresiva del virus. Familias enteras se desintegraron ante la muerte de más de un miembro de la familia a causa de la enfermedad, por falta de diagnóstico, tratamiento oportuno y continuo, y una política de prevención de enfermedades infecciosas adaptada a la cultura indígena.

Con información de El Sabanero Noticias